Amigo bloguero (a modo de prólogo), de Miguel Baquero

Prólogo de Amigo bloguero: 1. A esto llevan los excesos, y 2. El mundo es oblongo

por Miguel Baquero


Amigo bloguero:

 

A mediados de 2008, fatigado, con la lengua fuera, corriendo detrás de las nuevas tecnologías —que acostumbran a pillarme siempre con retraso y que, como los autobuses, suelen escapárseme calle adelante apenas se pone el semáforo en verde, por más que llegue trotando desde un kilómetro, gritando y agitando el brazo para que me esperen—, conseguí, pese a todo, subir, cuando ya las puertas estaban a punto de cerrarse, en el vagón de los blogs, o las bitácoras personales, como en un principio se llamaron.
Aún había allí dentro bastante gente, íbamos, de hecho, bastante apretujados, aunque oí decir que, en tiempos, eran bastante más los pasajeros, pero muchos se habían ya apeado, pasada la primera novedad, la excitación de estar «a la última». Dicho de forma más sencilla: los blogs comenzaban a estar un poco desfasados, antiguos en un mundo que cambia por quincenas; un mundo en el que ya comenzaba por entonces a despuntar, y a acopiar viajeros, eso de las redes sociales: Facebook, Twitter, Twenty…
Aquí hace falta una necesaria aclaración: estoy escribiendo a finales de 2012; quizás cuando estas líneas salgan impresas… —o en fin, pido disculpas, es un decir de antaño: cuando estas líneas salgan digitalizadas en su versión definitiva para los dispositivos de lectura— ya otra novedad, ignoro en qué forma y ni siquiera se me ocurre, estará revolucionando el mundo de la escritura y la comunicación interpersonal. Tampoco esperes, lector, saber por mí cuáles sean estas penúltimas novedades: según subí de un salto a la plataforma de los blogs, cansado de andar de continuo con la maleta hecha y la documentación a mano para salir corriendo nadie sabe adónde en pos de la novedad, decidí quedarme allí dentro una temporada. Temporada más o menos larga, según los gustos: casi cinco años. Los cinco años que se resumen en este volumen y en su continuación: El mundo es oblongo.
El motivo de quedarme en el bloguismo —porque parece que para todo hay que dar explicación— fue que allá dentro encontré un espacio para poder hablar, si no con largueza, sí al menos sin la excesiva cortedad y demasiado estrechamiento del «escribe aquí —“y rápido”, añado— lo que estás pensando», o del «espabila, di algo pronto, ahora que el tema es trending topic», característico de las redes sociales que entonces estaban comenzando a armarse. Era, el espacio de los blogs, bastante ancho; estaba bien caldeado, pero sin ese exceso de ardor de quienes largan sentencias irrebatibles y verdades como puños; el ambiente no se hallaba viciado por el aire sin renovar, es más, las ventanas estaban abiertas y uno podía encontrarse con gente de otras latitudes que iba y venía y se asomaba; una hermosa inocencia, ingenuidad incluso, flotaba sobre todo: la ingenuidad de quienes creían estar haciendo literatura con sus humildes palabras, ignorantes, los pobres incautos, de que en realidad la estaban haciendo… No me quiero incluir aquí en el grupo de los mejores bloguistas, porque los había realmente espectaculares —verdaderos escritores que, como todos los buenos, gozaron de las mieles de la incomprensión general y el desprecio por parte de quienes valoran las palabras sólo por el bulto, y el ruido que hacen en prensa, y el dinero que reportan—, como tampoco quiero insinuar que mi marcha coincidiera con quedarse el ambiente turbio y cargado de electricidad. Nada de eso.
El motivo de apearme no fue tanto el que alguno —o alguna, por supuesto—, viniera a reñirme por no pensar, ni decir, ni hacer conforme a lo correcto, ni porque algún tonto —o tonta, por descontado—, de los que hay en todos los órdenes de la vida, anduviera fiscalizándome a cada renglón. Cierto es que yo carezco de lo que se suele llamar carácter, o personalidad, o entereza —y en algunos casos cinismo y en otros caradura— necesarios para seguir por tu trocha y que te resbale cuanto puedan opinar acerca de ti y de lo que escribes. Aunque en honor a la verdad, y modestia al margen, muchos fueron también los que me felicitaban por mis entradas: una cosa por la otra.
Mi salida de los blogs, en realidad, fue debida al cansancio de tener que desenvolverme a un gran nivel para igualar a tantos otros —y otras, obviamente— a quienes las escenas cautivadoras y las metáforas certeras parecían escapárseles por un agujero en el bolsillo del pantalón. Nunca fui corredor de fondo, lo reconozco, sino más bien de sprint a duras sostenido… y lo que es más grave, a duras penas veloz. Me apeé del vagón cansado de meter tripa, del esfuerzo a que me obligaba la excelencia alrededor; fatigado de aguantar de puntillas, agarrado a la barra, los meneos del vehículo. Dentro quedaba un verdadero jardín para quienes gustan de leer letras buenas, frescas, suaves al tacto y con olor a pan recién hecho.
Lo que me aguardaba a mi bajada, toda esa vocinglería ya plenamente formada de las redes sociales, más que animarme a que me implicara en ella, me dejó simple espectador y público a secas, sentado en un banco de la estación, contemplando con no demasiado atención lo que, quizás nacido para la comunicación social a nivel planetario, había devenido en una simple cartografía a escala 1:1, una gresca de vecindad donde a cada uno sólo le interesa lo suyo —«menos a mí, como decía el otro, que me interesa lo mío»—, todos dicen, nadie oye, y es más común producirse a gritos, insultos e indirectas para que cualquier otro «se pique» que tratar siquiera de formular un discurso fuera de lo primero que se le pase a uno por la cabeza.
 

Pronto empecé a echar de menos los blogs. O, mejor dicho, pronto empecé a echar de menos lo que durante un tiempo pensé que las bitácoras eran, o podían al menos llegar a ser para mí. Realmente hubo unos años de entusiasmo en que consideraba los blogs como un auténtico género literario confluencia de espontaneidad, inmediatez y frescura, último refugio contra el virtuosismo grave y solemne que tanto plomo fundido ha echado sobre la literatura para crear estatuas; casi milagrosa resucitación de aquella antigua oralidad de las plazas en que los recitadores —o «largarrollos» si se quiere, para no ponernos entre nosotros tan estupendos— tenían al público frente a sí y éste podía interrumpirles en cualquier momento con su aplauso, su risa o su levantarse del asiento e irse sin más palabras; incluso recreación de aquellas largas jornadas de viaje, hace no tantos siglos ni tantos libros, en que los viajeros se iban intercambiando cuentos, dichos y noticias. Hubo unos días, como digo, en que me maravillaba lo cotidiano y efímero del bloguismo, la evanescencia que es su verdadero ser pero que yo —que no sé qué calificativo darme— me he atrevido a congelar aquí. No tanto, vaya en mi disculpa, por creer que lo que entonces dije valga más que lo que dijeron otros, sino por animar a esos otros a que también ellos hagan algo parecido. El caso es que, de una forma u otra, pueda rescatarse, aunque sea a costa de violentar la naturaleza fugaz de las bitácoras, tantas páginas de mérito como entonces se escribieron a vuelapluma.
Páginas que, no lo dudo, todavía seguirán haciéndose. Y si me preguntas por qué no trato de recuperar ese entusiasmo de los inicios y no echo de nuevo a correr detrás de ese autobús que cada día se ve más lejos, te diré que ése es ya un tema cuya explicación exigiría no ya otro libro sino toda una carrera literaria. Seguida, además, por alguien con más consistencia y constancia que yo, que he andado siempre a trompicones.
Como verá quien lea…
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